domingo, 25 de noviembre de 2012

El maestro de las tinieblas



Eran los días más cálidos del verano de 1610. El indulto del Papa tardaba en llegar y decidió esperar su llegada más cerca de Roma. Abandonó Nápoles a bordo de una falúa con la intención de refugiarse en Porto Ércole, un puerto de los presidios españoles dónde Roma no tenía jurisdicción.
Desembarcó con sus pocas pertenencias y dos cuadros en una playa insalubre, infestada de malaria. Apenas sus pies se habían posado sobre la arena, fue a dar con sus huesos en las húmedas y frías piedras de una prisión. Debió haber imaginado que la Orden de Malta tenía cabezas que miran a todas partes, como Medusa. Tras ofrecer a sus captores el dinero que había obtenido por la venta de su último lienzo, recuperó parte de sus pertenencias y fue puesto en libertad al los pocos días.
Caminó arrastrándose por la play, buscando el albergue de Puerto Ércole, donde pasar a cubierto aquella noche. Su espesa y rizada cabellera negra estaba alborotada, dándole un aspecto alocado. Sus heridas se habían infectado en prisión, se encontraba hambriento y notaba un vacío en sus piernas y pesadez en sus brazos. Estaba extenuado.
A pocos metros, recortados por la luz rojiza del sol en el ocaso, dos figuras siniestras se acercan a él. La primera intenta distraerle mientras la otra trata de arrancarle del cinturón la bolsa en la que guarda sus últimas monedas. Tras un patético intento de evitarlo, recibe un fuerte golpe en la cabeza que le deja tumbado boca arriba. Con sus últimas fuerzas intenta resistirse por última vez, pero su atacante, más joven y sano, le agarra de la muñeca con su mano izquierda, mientras que en la derecha ya empuña una daga.
Desde altamar se ha formado una tormenta y un relámpago ilumina por un instante la playa. Las pupilas del pintor se dilatan al darse cuenta de la escena en la que se encuentra, semejante a la que él mismo pintó hace ya diez años y que llevaba por título “El martirio de San Mateo”. Sin embargo, ahora no es un mero observador, sino el protagonista de la acción. Una aguda punzada en el vientre le saca de la ensoñación, sus brazos dejan de forcejear y de sus espantados ojos escapan dos lágrimas al comprender que jamás volverá a pintar.

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