Detuvimos la lancha bajo la refrescante sombra de la isla. Ella descansaba sosegada sobre las tranquilas aguas, a pocas millas de la bulliciosa ciudad y las gaviotas revoloteaban ruidosamente describiendo círculos sobre nuestras cabezas. Sobre el acantilado, los cormoranes miran al horizonte como si buscasen algo en la inmensidad del mar o esperaran la pronta llegada de algún visitante. Nos lanzamos al agua nadando hacia la roca, buscando buenos agarres para empezar la escalada, esperando un golpe de mar que nos aupara y nos ayudara a llegar más arriba. Ascendimos por sus faldas intentando no caer hasta donde nos permitió nuestra habilidad o nos llegaron nuestras fuerzas. Después nos dejamos caer, un refrescante chapuzón y vuelta a empezar. Esta vez más allá donde el sol del atardecer nos arropaba con su calidez. De nuevo arriba, esta vez hasta lo más alto entre los lentiscos y las chumberas, en un viaje clandestino que la isla, que nos miraba condescendiente, permitía. Desde arriba, el agua cristalina nos dejaba ver sus entrañas, hechas de roca, y el paso rápido de las castañuelas. Al levantar la vista hacia la lejanía pronto descubrimos lo que tiene maravillado a los cormoranes: la extraordinaria belleza de la plácida mar vista desde la isla.
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