En la Puerta del Sol, Carlos III nos invita a dar un paseo por Madrid que nosotros aceptamos gustosos. La ciudad ha amanecido sin una sola nube y el cielo azul es un diáfano fondo sobre el que se recortan los magníficos edificios de la capital. Al abandonar la plaza, podemos ver como un oso se estira, hambriento, intentándo alimentarse de un madroño.
Ya en la calle de Alcalá, dos grifos y un león nos observan detenidamente cuando pasamos por delante de la puerta de la Casa Real de Aduana. Enfrente, estatuas doradas custodian el reloj de una torre, mientras observan el paso de la gente que camina bajo ellas ajenas al discurrir del tiempo; otras, de bronce, se alzan altivas sobre sus cuádrigas como si retaran a tan feroz enemigo; una tercera pareja, de piedra, conversa sentada sobre una balaustrada mientras comentan la ingenuidad de los héroes de bronce. Unos metros más adelante, la diosa Cibeles intenta salir del encierro al que le somenten las versiones modernas de su carro tirado por dos leones, preguntándose por qué corren a tal velocidad y si le será posible salir de tal atasco alguna vez.
En el paseo de Recoletos, unos budas de color naranja y con careta de esgrimista están sentados en fila, y no se alteran cuando nos fotografiamos junto a ellos, tal es su grado de meditación. Al llegar a la plaza de Colón, el testarudo descubridor sostiene en su mano derecha una bandera mientras que, con su izquierda, hace ademán de mostrarnos su descubrimiento. Te equivocas de nuevo, Cristóbal, esto tampoco es la India, es Madrid. Frente a Colón se abren las puertas de la Biblioteca Nacional y allí preguntamos a Antonio Machado cuál es el camino que debemos seguir para llegar al Retiro, a lo que responde: "Caminantes, no hay camino, se hace camino al andar". La respuesta es bonita, pero no nos saca de dudas (¿o tal vez si?). Entonces, decidimos preguntar a los escritores apostados en las escaleras de la Biblioteca.
Nebrija se empeña en explicarnos algunos aspectos sobre su gramática que lleva en la mano, pero el tiempo apremia y probamos suerte con Luis Vives quien, sumido en profundas reflexiones, no parece darse cuenta de nuestra presencia. Lope de Vega, pluma en mano, parece estar creando hermosos versos, así que no queremos espantar a las musas y preguntamos a Cervantes quien, muy caballeroso, nos indica el camino. Antes de irnos, decimos adiós a San Isidoro y a Alfonso X que se despiden de nosotros sin levantar la vista de sus escritos.
El paseo por el Retiro es apacible, gracias al suave clima de esta tarde de invierno. Admiramos los jardines, nos fotografiamos junto al estanque y penetramos en el palacio de cristal. Ya al final, una nueva figura nos llama la atención. Se trata del Ángel Caído quien, en lo alto de una fuente, dirige horrorizado su mirada hacia arriba. Y no me extraña, se ha dado cuenta de que ha cometido un tremendo error y de que jamás podrá regresar al claro y azul cielo de Madrid.
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