Durante este último mes y medio he estado viajando. Es por eso que mi presencia en el blog ha sido escasa, casi nula. Ya se sabe, no se puede estar en dos sitios al mismo tiempo. Aunque, a veces, casi lo he conseguido.
Mis pasos me han llevado de oeste a este, desde la decidida Portugal, a la tradicional China. Desde la fría Noruega hasta el cabo de Magallanes. Por tierra y por mar. A través de ríos, montañas, desiertos y la desamparada estepa. He luchado codo con codo con Ricardo Corazón de León contra el audaz Saladino. He viajado con los venecianos por la Ruta de la Seda. He sufrido el hambre, la peste y la guerra al igual que todos los campesinos de Europa.
Pero también he disfrutado de obras de arte maravillosas. He visto terminar, por fin, tras más de tres siglos esa maravilla que es la basílica de San Pedro y su entorno. He cruzado junto a Luis XIV la Sala de los Espejos de Versalles al amanecer, justo cuando el sol empieza a salir y se cuela por las ventanas, reflejándose en enormes espejos e iluminando el techo decorado con frescos sobre los grandes hechos del monarca. He visto a Apolo perseguir a Dafne enloquecido de amor mientras ella se transformaba en laurel ante sus sorprendidos ojos. He entrado en las tabernas de Italia y Holanda donde Caravaggio pintaba a unos hombres jugando a las cartas y Hals retrataba a pobres indigentes, alegres bebedores y seductoras prostitutas. Me he sentado junto a Fragonard en un jardín a admirar como los jovenes galantes requiebran a las damas y me he tomado un capuccino en Venecia mientras Canaletto inmortalizaba el Gran Canal y la iglesia de Santa María de la Salud.
Ya de vuelta a España me he tomado unas cañas en la Plaza Mayor de Madrid, me he conmovido ante la imagen de la Magdalena Penitente en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid y he saludado a Velázquez quien me ha sonreído, desde detrás de un enorme lienzo, mientras la infanta hablaba con sus meninas y un enano bufón le daba una patada a un tranquilo mastín. El final de mi viaje, como no podía ser de otra forma, ha sido frente a la fachada del Obradoiro de la catedral de Santiago. Donde se acaba un camino y empiezan todos los demás.
El viaje ha sido fatigoso y, en algún momento, he tenido ganas de abandonarlo. Sin embargo, tras recordar todo lo que he vivido y aprendido, puedo decir sin miedo a equivocarme, que ha valido la pena.
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