La tierra está herida en Cuenca por el discurrir de dos ríos, el Júcar y el Huécar, que abrazan una imponente mole de rocas sobre la que se alza la antigua ciudad. Al atravesar cualquiera de los puentes que cruzan estos ríos, observamos como se levanta ante nosotros una ciudad vertical. Sus casas, balcones y miradores quedan suspendidos en el aire, y nos muestran la mágica belleza de todas las ciudades por las que fluye el tranquilo cauce de un río.
A izquierda y derecha de su calle principal se abren estrechas callejuelas. Un continuo subir y bajar de escaleras y pendientes que, sin excepción, terminan en un balcón que mira a las hoces de ambos ríos. Desde uno de ellos podemos alcanzar el puente rojo, suspendido sobre el Huécar, que nos lleva a las puertas del Parador Nacional.
Siguiendo por la calle principal, franqueados por casas de colores cálidos que ganan en intensidad con la luz del atardecer, llegamos hasta la plaza Mayor. Pasando bajo sus arcos, se muestra ante nosotros la catedral gótica, de estilo francés. Desde allí, un suave paseo nos traslada hasta el castillo, convertido en otro mirador donde, ya desde el punto más alto, podemos ver cómo se despliegan ante nosotros altísimos cortados y barrancos. Siempre en línea recta hacia el suelo. Siempre en vertical.
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